[Especial de Prensa: Reaching for Álvaro] Capítulo 5: UN CRUJIDO MÁS
Paseo Atkinson, hacia las 8.30 de la tarde. Al doblar la esquina que comunica un extremo del mirador con el pasaje que viene de la subida Almirante Montt, podía verse la influencia aletargada del crepúsculo que lentamente convidaba a los visitantes a presenciar cómo, desde lo alto, la ciudad parecía entrar en la calma de un ritmo que, por muy incesante, pronto se llenará de sombras. Algún artesano que estuvo vendiendo sus trabajos durante el día ya se ponía de pie, recogiendo sus cosas y guardándolas en un grande estuche plegable de madera. Los vecinos y los turistas ocasionales daban su última vuelta y cambiaban las últimas palabras. Yo me dirigía al otro extremo del mirador.
Casi llegando, surge un grupo de personas desde la otra esquina, en ademán de despedirse. Y de entre esas personas se desprende un individuo con camisa de franela a cuadros que lleva suelta, una leñadora en tonos azules con los botones de las mangas sin abrochar. En pantalones cortos, y esta vez el plural sí que tiene doble intención porque efectivamente el sujeto tiene puestos dos pares de pantalones cortos: el de encima, cortado como a tijeretazos, como si el calor de un verano flojo y mezquino lo hubiese apurado por desabrigarse, deja entrever por debajo el segundo par de pantalones cortos, y ambos contraponen sus tonos verde y gris respectivamente. Más abajo, nada: sólo un par de piernas peladas sostenidas por unos calcetines blancos sin ningún romanticismo, que cubren unos pies metidos en unas sandalias, que a juzgar por el visible corte que sufrieron en el empeine, más abajo de una insignia británica, fueron en principio un par de pantuflas azul oscuro. Sobre los hombros y con las mangas anudadas en el pecho, el suéter que le hace honor al caprichoso clima del puerto cuando atardece. Y encima de toda esta vestimenta, como saliendo de adentro, Álvaro Peña, que junto con despedirse de aquella gente me reconoce y advierte que yo ya me he llevado el teléfono al oído para preguntar por él en la casa donde duerme, justo al frente nuestro.
¡No me llames por teléfono que a la gente de la casa no le gusta que pasen preguntando por mí! Entonces comprendo los gritos que escuchaba al otro lado del teléfono llamando a ALVARO. Ambos allí de pie, se puso a contarme el ajetreo del día de ayer con la gente que quería grabar una versión de una de sus canciones, y con la gente encargada de las Escuelas de Rock, que al parecer harían algo con la grabación de su concierto en la sala del Consejo de la Cultura y las Artes. Comparando el registro de esa presentación con la del Patio Volantín, llegó rápidamente a una conclusión: la música puede ser extraordinaria, de otro planeta; pero si está mal grabada no hay nada que se pueda hacer. A veces uno se encuentra con sonidistas que no se sabe cómo llegaron a donde están pensó ALVARO en voz alta, antes que un par de vecinos, dos hombres ancianos lo reconocieran y le comentaran: ¡han estado preguntando por usted!, ¡querían comprarle sus discos!, le dijeron, a lo que él les contestó que ya los había vendido todos y que dentro de poco viajaría de regreso a Constanza, una ciudad alemana en la frontera con Suiza. Los caballeros siguieron su paseo y nosotros nos ubicamos en una banca a unos pasos de allí. Al poco rato de sentarnos notamos unos insectos rojos de alas largas y transparentes que insistían en nuestras rodillas y en nuestros pies. ¡Ya no sé qué hacer con las termitas! Exclamó ALVARO, en mi pieza allá arriba tienen todo el borde de la cama carcomido y yo tengo miedo de que se me metan en la nariz, decía mientras las espantaba y se reía de una ocurrencia obscena por culpa de estas termitas tan intrusas. La otra vez que vine dormí con así unas arañas de rincón en la cama, ¡imagínate si me pican!, menos mal que no me hicieron nada, se felicitaba echando una pierna arriba y cerrando la boca en ese gesto como de eructo contenido hacia adentro, tan particular de él y con el que pareciera sobrellevar mejor las tardes insípidas que todo el mundo siempre tiene. El artesano que había recogido sus cosas pasó por delante y lo saludó con un guiño: Hola Álvaro, ¡qué elegante andas! ¿Ah? Y le hizo una sonrisa inteligente.
Entonces ALVARO se fijó en mi guitarra. ¿Andas con una guitarra? A ver, sácala y hace unas notas, tengo una idea nueva para un tema que estoy haciendo, te lo voy a mostrar en exclusiva… son cuatro notas nomás: DO, SOL, MI y… ¿LA o la menor? A ver, ponle un ritmo más o menos rápido… y se puso a entonar una letra en inglés que decía FLASHING THE PAN; los gringos siempre usan esta expresión me decía, cuando quieren decir algo así como… como…, ¿cómo qué podría ser?, ¡eso, sí, mucho ruido y pocas nueces!, algo así; y siguió cantando una letra que decía FLASHING THE PAN… Parece que esas notas son tradicionales, pensó, y yo le dije que con otro ritmo podría ser un tema andino, un huayno por ejemplo. Ya, eso es todo me dijo, cuando comprobó que la idea nueva que tenía se ajustaba más o menos con lo que habíamos hecho sonar.
Al frente teníamos parte del mar, del borde costero atestado de contenedores que podíamos ver entre los edificios allá abajo. Ahora todo lo que se importa viene de Asia comentó ALVARO, y resulta que los barcos que vienen de allá aparecen por ese lado (indicó una parte del horizonte que quedaba un poco más a la izquierda). Tengo entendido que el Gobierno – y esta idea no se la comprendí bien – pretende secar toda esta parte del mar y construir de aquí hasta allá al otro lado; yo no alcanzaré a ver eso si es que lo hacen; tal vez tú lo veas…
Toda esta conversación ocurrió en ese momento del atardecer cuando la luz del sol parece resistirse a ser empujada horizonte abajo. De hecho cuando nos pusimos de pie apenas comenzaba a oscurecer. Una vez ante la puerta de la reja de la casa verde me dijo: bueno, ahora voy a subir a ver la telenovela, y se rió de buena gana: porque yo soy autodidacta, no tengo nada de intelectual, no fui a la Universidad ni a ninguna de esas cosas. Con eso seguramente me quiso decir que su formación era popular; y yo que pensaba que a cambio de una educación académica, él tenía una originalidad que no se enseña en ninguna parte, sin embargo no alcancé ni supe decírselo, porque ALVARO ya estaba del lado del antejardín y lo último que me dijo junto con despedirse fue ¡escríbete algo!, queriendo decir que le podía mandar una carta o algo así; a lo que yo le respondí con entusiasmo que lo que iría a resultar de estas crónicas se llamaría REACHING FOR ALVARO; pero él ya había cerrado la reja y se dirigía a la puerta de la casa verde, alzando la mano de espaldas sobre su pelo entrecano, como la despedida postrera por si acaso, si es que ya no nos volvíamos a ver más.